lunes, 23 de noviembre de 2009

Caminos Miserables


Por Gretel Ledo


- Por momentos la coyuntura puede acaparar toda nuestra atención. Se vive el día a día. Las pequeñeces cobran una importancia tal que lo urgente pasa a ser lo importante.
El frenesí diario obnubila las mentes y cauterizan nuestra capacidad visionaria. ¿A dónde nos conduce esta carrera sin fin? ¿Por qué y para qué?



Mucho se puede decir acerca del acaparamiento sistémico consumista que obliga y conduce al individuo hacia la búsqueda desesperada del éxito; lo cierto es que detrás de toda persuasión existe consentimiento. Somos autores necesarios de nuestras acciones, de nuestro andar diario.

Puede trazarse un paralelo entre el desvarío individual y la gestión gubernamental actual.

El anuncio desmedido de políticas ómnibus lanzadas en estos días da cuenta de la desesperación y por sobre todas las cosas del temor reinante en la clase gobernante. Temor a la pérdida real del peso político necesario para la aprobación de leyes a partir del próximo 10 de diciembre; temor a verse obligados a consensuar con un Parlamento que ya no controlan; temor a enfrentarse con la desaprobación social.

Más allá de todo ello, un país desangrado, caótico, anárquico que pondera otras demandas que, por cierto, se encuentran muy alejadas de aquellas políticas propugnadas por el Gobierno.

¿Cuál es la bandera del clamor popular? La seguridad sigue estando a flor de piel sin arribar a una solución certera.

¿Cuánto más nos demorará a los argentinos el hoy, el día a día, la frívola coyuntura? ¿Seremos capaces de construir políticas estables que perduren más allá de las decisiones unilaterales de los mandatarios de turno?

¿Hasta cuándo nuestros hermanos latinoamericanos verán pasar delante de sus ojos las oportunidades argentinas aprovechándolas, valiéndose de liderazgos que lejos de tender a perpetuarse en el tiempo construyen estrategias en pos de un beneficio colectivo?

Quizás, nuestro país arrastre error desde su constitución. Una constitución fundacional personalista en sus raíces. Una constitución que ante todo avizoró un sistema de gobierno monárquico. Manuel Belgrano fue quien viajó en 1815 con Rivadavia a Europa con el fin de conseguir un monarca para el Río de la Plata que abarcaba a las actuales Repúblicas de Argentina, Paraguay, Uruguay y territorios de Brasil y Chile. Las gestiones fracasaron frente a la firme posición de Fernando VII, quien esperaba recuperar sus antiguas colonias. Belgrano decide volver al Río de la Plata donde en apoyo a sus ideales busca un monarca de origen americano, descendiente de la antigua casa de los Incas. La Independencia de las Provincias Unidas de Sud América el 9 de julio de 1816 trajo consigo la necesidad de establecer una forma de gobierno. Los diputados del Alto Perú (actual Bolivia), Perú, Chile y Argentina se habían educado en la monarquía, en una Europa donde predominaba la política de la Santa Alianza, que defendía la restitución al trono de los legítimos monarcas. Tanto San Martín como Belgrano eran defensores de una monarquía atemperada, es decir, constitucional. Una forma de gobierno garante del reconocimiento de las potencias europeas, el orden interno y la unión nacional, todos ellos enmarcados en la visión americanista. El sueño: establecer un reino que abarcara toda América del Sur, o al menos los territorios de los Virreinatos del Perú y Río de la Plata.

¿De qué ideario hablan nuestros padres de la patria? Hoy asistimos a un hiperpresidencialismo exagerado donde la individualidad en el liderazgo político en torno al cual se gesta un movimiento, un partido, en fin una plataforma política tira por la borda el mentado interés nacional. Relega a un segundo plano un modelo de Nación, un proyecto de país, unas políticas que perduren más allá de los mandatarios de turno.

Si hablamos del caso de Uruguay, sólo tomando a la empresa finlandesa Botnia -segundo productor mundial de pulpa de celulosa del mundo-, la inversión extranjera directa es del 7,8%. Se desarrollaron 25% de inversiones en industrias frigoríficas a partir de capitales ingleses y neozelandeses en tambos. Capitales brasileros en arroz, bancos y energía. Inversiones argentinas en inmobiliarias y sectores agropecuarios. El resultado: en tres años la inversión extranjera permitió bajar la pobreza al 20%, una deuda externa que si bien representa el 30% del producto no cauteriza los ánimos productivos. Se exportan 9.000 millones de dólares, de los cuales un tercio corresponde a bienes y dos tercios a servicios. Mientras los depósitos bancarios aumentan, Argentina sigue siendo un estudio de caso para muchos. El ejemplo de la dilapidación de “oportunidades de oro”.

Instituciones sólidas son la base de confianza necesaria para forjar un país previsible. Son el cimiento no corrosivo para atraer capitales externos. Sin inversión no hay desarrollo. Sin desarrollo no hay riqueza. Son riqueza hay miseria. Con miseria se esclaviza a un pueblo. Sometimiento perverso éste, el de la clase gobernante hacia los pobres gobernados.

¿Qué nos pasa a los argentinos? Eclesiastés 1:11 dice: “Miré luego todas las obras de mis manos y el trabajo que me tomé para hacerlas; y he aquí, todo es vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol”. Jactarse y afanarse del día a día es vanidad de vanidades. Vanidad en el sentido de vaciedad, futilidad (Del lat. futilĭtas, -ātis), cosa inútil o de poca importancia. El corazón del hombre, sus múltiples corrupciones, siempre son lo mismo. Se esmera el hombre para alcanzar la felicidad plena pero nunca lo logra.

¿Será que la clase dirigente replica las desesperaciones de la clase dirigida? No nos dejemos atosigar por el hoy. Proyectémonos que es la única manera de ver un futuro. Si realmente queremos ver nuevas cosas, un nuevo país, el desafío es uno: dejar la vana manera de vivir para adquirir una nueva naturaleza. Entonces, las cosas viejas habrán pasados y todas serán hechas nuevas

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